Estoy con mi familia en lo alto de las gradas de una especie de gigantesco estadio repleto con miles de personas. El espacio inferior es como un solar en obras en el que se ve también un canódromo. Un perro blanco olfatea nervioso en las rendijas de una construcción de hormigón que hay en el centro del circuito.
Hacia mi izquierda, en el suelo central del estadio, un operario coloca una enorme roca en un agujero del suelo de más de un metro de boca. Conforme la piedra se va asentando, va descendiendo al ir desmoronándose los bordes de tierra del orificio. Se detiene en un resalte más estrecho y finalmente cae por una especie de sima profunda. Ahora veo la cavidad a la derecha del estadio. Espero inquieto el ruido de la caída en el fondo, pero tarda muchos segundos, dándome cuenta de que el estadio se sitúa encima de una gran sima subterránea. El golpe de la roca al tocar fondo, hace temblar todo y las paredes de la sima comienzan a desmoronarse y ser engullidas por la caverna, extendiéndose la boca hacia las gradas donde se encuentra la muchedumbre que parece no darse cuenta del peligro de hundimiento de todo el complejo. De hecho pienso que ya ha debido de ir cayendo la gente que estaba en las pistas y que nunca podrá ser rescatada.
Me vuelvo hacia mi izquierda (estoy en la grada superior) y hago gestos y grito a la fila para que vayan saliendo inmediatamente pero con tranquilidad por la salida de una rampa al exterior que hay en la parte superior. Pienso con inquietud que mi mujer se había ido unos instantes antes hacia la zona de la derecha de las gradas, más cerca de la zona de la sima que se abre.
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