4 nov 2009
Entramos en un antiguo y lujoso hotel para asistir a unos conciertos. Pienso que he olvidado traer la reserva para alojarme, aunque creo recordar que no era en ese hotel. Al subir hacia el salón, veo que es a través de una estrecha trampilla por la que no puedo pasar. Abro de una patada una puerta lateral para subir por otro lado, y al final de la escalera llego a una ventana cerrada por dos cancelas corredizas que se abren sin dificultad, y un cristal sólo cerrado por un pestillo, pero veo las botas de dos centinelas que pasan cerca vigilando aunque sin descubrirnos. Después se acercan dos personas con batas blancas que me ven e inicio una veloz huida bajando escaleras y atravesando estancias, la última una acogedora y recargada habitación de un alto cargo eclesiástico, que da acceso directo a un salón de citas por el que salgo a la calle. Entre el abarrotado tráfico, intento coger un taxi, y el conductor de uno de ellos me da unas monedas para que elija el suyo. Es una especie de estrecho monoplaza ya ocupado, pero el pasajero no parece importarle que me coloque detrás de él y que seguidamente dos o tres mujeres más se amontonen en el minúsculo vehículo. Llegamos a un barrio en el que unos chavales comen dulces, una especie de barras de golosinas que al tirarlas al suelo cristalizan haciendo un fuerte chasquido metálico. Uno juega a hacer astillas con ellas, como trozos de vidrio. Estoy junto a un mostrador que da a la calle en el que una mujer y un joven están pidiendo un pescado. La tendera viene con un gran pez de colores en cuyo lado derecho de su amplia frente hay un extraño bulto cónico. Al reclamarlo, la mujer llama a la dueña pero el joven se acerca al pez y arranca el bulto de un mordisco, escupiéndolo en la acera en el momento en que salía la dueña por una puerta lateral y poniendo mala cara a los clientes.
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